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<div class="cabecera_noticia">
<h2><small><small>Hace tiempo leí este articulo y quería
compartirlo con vosotras, se quedó en mi mesa, hoy os lo
envío.</small></small></h2>
Un abrazo,<br>
Yolanda<br>
<br>
<h2>REPORTAJE: IDA Y VUELTA </h2>
<h1>Razón a destiempo</h1>
<h3> </h3>
<div class="firma">
<p><strong>ANTONIO MUÑOZ MOLINA</strong> <em></em>28/05/2011 </p>
</div>
</div>
<div class="contenido_noticia">
<p>Hay historias que no parece que terminen nunca de contarse del
todo, quizás porque no dejan de seguir sucediendo, por mucho que
se alejen en el tiempo. La I Guerra Mundial, la Gran Guerra,
terminó en noviembre de 1918, hace ya casi un siglo: pero los
dos últimos veteranos británicos murieron hace solo unos años, y
cada año se recogen todavía, en los antiguos campos de batalla
de Francia y de Bélgica, más de doscientas toneladas de material
de guerra. En 2005 se excavaron 250 nuevos cadáveres de soldados
británicos y neozelandeses. Brigadas especiales siguen
recorriendo los campos en busca de los muchos miles de minas y
de bombas que siguen sin explotar desde hace casi cien años. En
1991, durante las excavaciones para un tendido de ferrocarril de
alta velocidad, murieron 36 trabajadores por explosiones de
bombas de la guerra. En 2005, tan solo en la zona de la batalla
del Somme, los equipos franceses desactivaron 50 toneladas de
explosivos. Los tractores de los campesinos siguen llevando
blindajes delanteros por el peligro de las explosiones. En
cuanto cavan un poco más hondo sus cuchillas alcanzan un estrato
geológico inagotable de cascos de guerra, fusiles, fragmentos de
esqueletos, botas, cantimploras, mochilas, casquillos de balas,
relojes, platos abollados de latón, hebillas de cinturones.
Cuatrocientos cementerios de cruces blancas idénticas puntean
los campos del Somme, en los que cayeron muertos o heridos
57.000 soldados y oficiales británicos antes del anochecer del
primer día de la batalla, el primero de julio de 1916; 125.000
habían muerto a principios del otoño, cuando el barro y la
lluvia forzaron a paralizar las operaciones. Llovía tanto en
aquellos campos de Flandes que muchos miles de soldados murieron
ahogados en el barro. Uno de ellos, llegado de India, escribió a
su familia: "Esto no es la guerra. Esto es el fin del mundo".</p>
<p>La escala de la matanza desafía la capacidad humana de imaginar
lo espantoso. Entre 8,5 y 10 millones de soldados murieron en
los frentes; hombres muy jóvenes sobre todo: la mitad de los
varones franceses entre 20 y 32 años; más de la tercera parte de
los alemanes; 6 de cada 20 británicos. Hubo entre 12 y 13
millones de víctimas civiles. Y la gripe que empezó en un
campamento militar americano en los primeros meses de 1918 mató
a 50 millones de personas. Hubo 21 millones de heridos, muchos
de ellos trastornados mentales que siguieron llevando vidas
oscuras de sufrimiento en manicomios. En Inglaterra la
asociación de veteranos con las caras desfiguradas por heridas
de guerra tenía en 1919 41.000 miembros. En 1918 el 70% del
producto nacional bruto de Gran Bretaña se dedicó a gastos
militares. En Berlín había tanta hambre que cuando un caballo de
tiro caía muerto en la calle una multitud de mujeres se
congregaba en torno a él y lo despedazaba con tijeras o
cuchillos hasta que no quedaba más que el esqueleto. Con las
ropas y las caras ensangrentadas las mujeres huían llevando
pedazos de carne cruda en las manos. "¡Matad alemanes,
matadlos!", clamaba el obispo anglicano de Londres en un sermón
publicado en 1915, "no por el gusto de matar, sino para salvar
al mundo... Matad a los buenos y matad a los malos, a los viejos
igual que a los jóvenes, a los crueles y a los que muestren
compasión". Según avanzaba la guerra y las oficinas de
reclutamiento no daban abasto para procesar más carne de cañón,
Winston Churchill alentaba a la aceptación de lo peor:
"Muchachos de 18 y de 19, hombres mayores de hasta 45, el último
hermano superviviente, el último hijo de una madre ya viuda, el
padre que es el único sustento de su familia, el débil, el
tuberculoso, el herido tres veces, todos tienen ahora que
prepararse para la guadaña".</p>
<p>Por muchas veces que se cuente aquel horror sigue
sobrecogiendo. Pero quizás sobrecoge todavía más la
inconsciencia humana que dio lugar a tanta destrucción, y el
entusiasmo casi unánime con que fue recibido en agosto de 1914
el advenimiento de la guerra. Muchas de las más lúcidas
inteligencias de la época la saludaron como una ocasión
gloriosa: Thomas Mann, Sigmund Freud, incluso Stefan Zweig. En
el mundo de habla alemana la única excepción luminosa fue Albert
Einstein. Y había que tener mucho valor, mucha fortaleza de
criterio, mucha capacidad de resistencia solitaria, para no
dejarse llevar por una marea que lo arrastró todo, como una
apetencia delirante de suicidio colectivo, una borrachera
universal de los peores instintos elevados a la categoría de
patriotismo y pestilente retórica, de coacción sin escrúpulo
contra cualquier disidencia.</p>
<p>La historia de aquella guerra sigue sucediendo y sigue siendo
contada. El añadido más reciente es un libro de Adam Hochschild,
<i>To End All Wars,</i> que ojalá sea traducido cuanto antes al
español, porque además del relato de los horrores y de las
imbecilidades que ya conocíamos contiene un catálogo preciso de
algunos de los hombres y las mujeres que conservaron la lucidez
en medio de aquella pavorosa demencia, que se negaron a dejarse
llevar por la corriente, que resistieron con un heroísmo sin
recompensa, sin esperanza, aislados entre la muchedumbre de los
celebradores de la guerra, perseguidos, calumniados, sometidos a
la infamia y en muchos casos a la cárcel. Adam Hochschild es un
historiador que ha escrito con admirable talento narrativo sobre
algunos de los grandes espantos de la humanidad civilizada y
sobre las personas que se atrevieron a enfrentarse a ellos:
sobre la explotación colonial y el genocidio del Congo en <i>EL
fantasma del rey Leopoldo;</i> sobre la esclavitud y los
movimientos progresistas para abolirla a principios del XIX en <i>Enterrad
las cadenas.</i> Como el colonialismo, como la esclavitud, la
guerra fue en 1914 una causa moralmente noble, patrióticamente
necesaria. Un siglo o varios siglos después las posiciones
justas se ven muy claras, y a ninguno de nosotros nos cuesta
nada afiliarnos a ellas: pero cuánto coraje, cuánto empeño,
cuánta claridad intelectual y moral necesitaron los primeros
abolicionistas, los primeros testigos que contaron al mundo la
mezcla de crueldad y codicia que se escondía detrás de la
aparente nobleza civilizadora del colonialismo.</p>
<p>Los héroes de Hochschild en <i>To End All Wars</i> son los
objetores de conciencia, las militantes feministas, los
dirigentes obreros, los escritores, poquísimos, que se
atrevieron a levantar la voz. Yo sabía de Jean Jaurès, el
dirigente socialista que siguió defendiendo el internacionalismo
de la clase trabajadora y la necesidad de la paz hasta el
momento mismo en que lo asesinaron, y también de Bertrand
Russell, que aceptó sobriamente la infamia y la cárcel por
denunciar la guerra. Pero no había oído hablar de Keir Hardie,
un parlamentario laborista que había trabajado de niño en las
minas de carbón y que no cedió nunca en sus convicciones
pacifistas, ni de Sylvia Pankhurst, Alice Wheeldon, Charlotte
Despard, Emily Hobhouse, mujeres que se rebelaron contra la
barbarie patriótica con el mismo arrojo con el que llevaban años
defendiendo el sufragio femenino, que tuvieron el mérito y la
desgracia de tener razón a solas y de tenerla antes de tiempo.</p>
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