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<tbody>
<tr>
<td>
<div class="headerdisplayname" style="display: inline;">Subject: </div>
Pepe Ribas</td>
</tr>
<tr>
<td>
<div class="headerdisplayname" style="display: inline;">From: </div>
Jose Ribas <a class="moz-txt-link-rfc2396E" href="mailto:jribass@teleline.es"><jribass@teleline.es></a></td>
</tr>
<tr>
<td>
<div class="headerdisplayname" style="display: inline;">Date: </div>
Thu, 19 Mar 2009 13:02:48 +0100</td>
</tr>
</tbody>
</table>
<br>
<div class="moz-text-html" lang="x-unicode">
<blockquote><font face="Verdana, Helvetica, Arial"><span
style="font-size: 12px;"><br>
<br>
Hola, he ido siguiendo vuestras actividades. Bravo. Ya veis como está
el patio. Os envió un capitulo de <b>Los 70 a destajo</b> para que
comprobéis el paralelismo entre 1973 y 2009... Usadlo como mejor os
parezca<br>
<br>
Pepe Ribas<br>
<br>
<br>
</span></font></blockquote>
<font face="Verdana, Helvetica, Arial"><font size="5"><span
style="font-size: 17px;">Extracto del libro<br>
</span></font><font size="6"><span style="font-size: 22px;"><b>Los 70 a
destajo<br>
</b></span></font><span style="font-size: 12px;"><br>
</span><font size="5"><span style="font-size: 17px;"><i>de José Ribas<br>
</i></span></font></font><font face="Verdana, Helvetica, Arial"><font
size="5"><span style="font-size: 17px;"> <br>
</span></font><span style="font-size: 12px;">
</span><font size="5"><span
style="font-size: 17px;">Últimos cartuchos del movimiento estudiantil</span></font></font><font
face="Verdana, Helvetica, Arial"><font size="5"><span
style="font-size: 17px;">
</span></font></font>
<p align="center"></p>
<p><font face="Verdana, Helvetica, Arial"><span style="font-size: 12px;">
</span><font size="4"><span style="font-size: 14px;">El
PCE asumió en la universidad española las estrategias que los
comunistas del PSUC practicaban en Cataluña con cierto éxito. Se
trataba de apostar rotundamente por los comités de curso en todos los
distritos universitarios de España para recuperar el control del
movimiento estudiantil, que se le había escapado de las manos tras la
muerte del Sindicato Democrático de Estudiantes, las escisiones y la
radicalización de 1969. <br>
Desde noviembre de 1972 hasta principios de febrero de 1973, la
facultad conoció uno de los pocos periodos de calma y con clases, a
pesar del Consejo de Guerra contra ocho trabajadores de la factoría
naviera Bazán y de los insistentes rumores acerca de una «extravagante»
banda política que atracaba bancos con metralletas Sten. La policía
intervino poco en la facultad y los sociales o secretas que teníamos
identificados desaparecieron. De hecho, no volví a verlos hasta cinco
años más tarde. Reaparecieron tras la restitución provisional de la
Generalitat, a finales de 1977, en locales como El Paraigua, el London
y la pizzería Rivolta de la calle Hospital con bolsitas de heroína que
regalaban a los camellos, en su mayoría gitanos, que hasta entonces
sólo pasaban chocolate. Como pude averiguar más tarde, la pionera en
este tipo de comportamiento había sido la Administración norteamericana
que había hecho lo mismo en California, a fin de destruir a la Nueva
Izquierda. En la década de los sesenta, el Departamento de Estado
exportaría a Europa este método, el más eficaz para dinamitar los focos
de radicalismo. Los llamados Estados democráticos usaron ésas y otras
tácticas para modificar conductas y defenderse de la alternativa al
sistema capitalista que estaba surgiendo, desde una izquierda que
desafiaba tanto el <i>Qué hacer</i> de Lenin como el capitalismo de
las multinacionales.<br>
Recuerdo dos actos masivos en la Facultad de Económicas, donde seguía
dominando Bandera Roja. Uno de ellos estuvo protagonizado por Alfonso
Carlos Comín, el líder carismático de Bandera Roja, que tenía una
mirada como de acero que daba miedo. Habló sobre las maravillas de la
revolución cultural china. En el otro, los diferentes partidos de
extrema izquierda intentaron adoctrinarnos con la excusa de presentar
modelos alternativos al sistema educativo vigente. Manuel Ludevid,
estudiante y joven promesa de Bandera, afirmó que el Estado invertía al
año en la enseñanza superior poco más de cuatro mil millones de pesetas
cuando hacían falta doce mil para solucionar la escasez de profesorado
y su escasa preparación, así como la falta de medios para las prácticas
y los laboratorios. <br>
Una estudiante del Movimiento Comunista IV Asamblea, con un deje vasco
inconfundible, tomó el relevo del líder universitario de Bande­ra. MC
ocupaba la posición de Bandera en el País Vasco y, a diferencia de
ésta, impulsaba una organización de masas exclusivamente estudiantil
llamada ORE. Entre abucheos, gritos y pataleo de los militantes del
PCI, aprovechó la intervención para cargar contra el PSUC: «Cualquier
compañero, por el mero hecho de ser miembro de un comité de curso puede
ser expedientado, detenido, torturado. Sólo a los del PSUC se les puede
ocurrir hablar de gestión democrática, de elección de delegados y de
comités refrendados por las asambleas de curso en un Estado fascista.
¿Vamos a hacer tan sencilla la labor de la policía? ¿Vamos a señalar a
los compañeros más combativos para vernos privados de ellos?».<br>
Otro compañero, envuelto en una bufanda negra, empezó a gritar:
«¡Camaradas, los hechos no admiten dilación! Los reformistas del PSUC y
de Bandera no han aprendido la principal lección de nuestra historia.
El Frente Popular de 1936 no fue otra cosa que la antesala del
fascismo. Es imposible unir a capitalistas y obreros. Es imposible el
pacto de la libertad que defiende Carrillo. La república que promociona
Bandera, basada en la legalidad del capital, es otro dislate». Por la
forma de hablar supe que era trotskista. «Sólo la autonomía de los
consejos obreros y la insurrección armada de las masas trabajadoras
pueden destruir el capitalismo.» Acabó con una cita de Sartre que me
gustó: «Quien respeta la legalidad no puede actuar contra el sistema,
vive en él».<br>
En resumen: aquellas asambleas estaban salpicadas de exposiciones
doctrinarias que buscaban imponer uno u otro dogmatismo, el cáncer de
la época, y provocaban el rechazo de la inmensa mayoría, aunque aquel
año la voz de los independientes cobró fuerza en todas las facultades.
Los que no participábamos de aquel mesianismo em-pezamos a conectar a
la salida de aquellos actos de distrito. En ésas estábamos, cuando, al
salir de uno de ellos, unos cuantos estudiantes coincidimos junto al
estanque que hay frente al Palacio Real de la Diagonal. El sol era
agradable, unos niños jugaban a barquitos mientras nosotros charlábamos
espontáneamente unos con otros sin saber exactamente quién estudiaba
qué. Uno de económicas, un tal Fernando, hijo de diplomático, comentó
que desde que el presidente Nixon había viajado a China, en marzo de
1972, y se había producido el deshielo con el régimen de Mao, ciertas
estrategias del PC chino coincidían con las americanas. Y que el
Gobierno de Pekín repartía fondos a través de su embajada en París a
militantes prochinos para fomentar escisiones y debilitar al PCE. <br>
También comentaron que, en económicas, los profesores de Bandera movían
casi todos los hilos y que los estudiantes mantenían un duro
enfrentamiento contra la autoridad gubernativa por la expulsión de
profesores como Ruiz Hita. Tras ser expedientado, Ruiz Hita impartía un
seminario semiclandestino en la facultad a petición de los estudiantes.
En ese mismo momento, Manuel Sacristán, teórico y pope marxista, volvía
a dar clases tras el expediente que en 1966 le había impuesto el rector
Francisco García Valdecasas, por el encierro de delegados e
intelectuales en el convento de los Capuchinos de Sarriá. Sacristán fue
el redactor de la declaración de principios del Sindicato Democrático
de Estudiantes en aquel encierro que movilizó a los medios de
comunicación internacionales, despertó un amplio movimiento de
solidaridad y contribuyó a forjar algunos de los líderes
revolucionarios que años más tarde coparían el poder en Cataluña.<br>
Arquitectura, una escuela tan conflictiva como la nuestra, sobrevivía
bajo la amenaza de su clausura definitiva desde la dimisión de su
decano, Leopoldo Gil Nebot. Allí, el PCI, una escisión prochina del
PC-PSUC que no quería pactos «con revisionistas ni con burgueses
disfrazados de demócratas» y defendía un «Frente Popular
Revolucionario», fue el grupo que tomó la iniciativa. Este grupo, junto
con estudiantes no adscritos a ninguna corriente, pretendía elaborar el
plan de estudios de aquellas asignaturas cuyos catedráticos fachas e
ineptos habían sido expulsados por los estudiantes. El caso de Vaquero,
catedrático que había impartido Dibujo técnico, fue muy popular en todo
el distrito. Se le relacionaba con ciertos fraudes en la construcción
del polígono obrero de Bellvitge y de los nuevos pabellones de la
Universidad Autónoma, que al año de ser inaugurados amenazaban ruina.
El nuevo decano —un decano comisario— en solidaridad con ese tal
Vaquero, cateó a todos los matriculados en su asignatura aplicando la
cláusula de los estatutos según la cual quienes no acudieran a clase
durante tres días seguidos sin justificación podían ser suspendidos. El
injusto castigo provocó la huelga indefinida de mil quinientos
estudiantes. Es decir, de toda la escuela. <br>
Derecho fue otro caso singular. Los partidos clandestinos perdieron el
control, los militantes relajaron la disciplina de partido y los
alumnos afrontamos los hechos de forma independiente a los dogmas
marxistas que alimentaban a los politizados de las generaciones
precedentes. De haber evitado las zancadillas autoritarias de ciertos
leninistas, la transición habría derivado en una democracia más
participativa, sin el desencanto que se instaló en la sociedad civil
tras el referéndum constitucional de 1978 y la creciente escisión entre
los políticos y la realidad. <br>
¿Por qué nadie ha historiado con cierta generosidad lo que ocurrió y
unos cuantos dinamitaron, entre febrero y marzo de 1973, en la
Universidad Central de Barcelona y en las de Madrid, Salamanca,
Santiago, Granada, Valencia...? Sin proponérmelo, fui uno de los
miembros más activos durante aquellos meses de aprendizaje político, y
sintonicé con los estudiantes del PSUC menos proclives al autoritarismo
que imponían los cuadros dirigentes. Los tres o cuatro militantes de
Bandera de mi facultad, ante la ofensiva del «revisionismo
pequeñoburgués», optaron por refugiarse en el seminario de Derecho
Político o en otras facultades. <br>
<br>
El 10 de febrero de 1973, sábado, dieciocho estudiantes del comité de
segundo curso de arquitectura fueron detenidos mientras estaban
reunidos en los jardines del parque del Putxet. «¡Qué tendrá febrero
que cada año se lía!» Guardo bajo la llave de mi memoria este
comentario de Toni Miró-Sans, aparentemente intrascendente, instantes
antes de que Juan Córdoba Roda, el martes 13, empezara su clase de
Derecho Penal en el aula común de la planta baja. Toni, en cuanto
achinaba los ojos sin mirar a parte alguna y disparaba una de aquellas
frasecitas con voz aguda imitando a un cura, era como si lanzara un
conjuro profético. <br>
Minutos después, cuando el catedrático explicaba la diferencia entre
homicidio y asesinato, se abrieron estrepitosamente las puertas y
entraron los grises gritando como ganaderos y dando golpes de porra a
diestro y siniestro. <br>
Abrimos los ventanales a la velocidad del rayo y saltamos como pudimos
los dos metros que nos separaban del césped del jardín. Lo hicimos de
forma atolondrada y dando gritos histéricos mientras volábamos por los
aires antes de caer revueltos. Las chicas que llevaban faldas y tacones
se torcieron inevitablemente los tobillos, eventualidad que
aprovechamos para abrazarlas en la mole humana que se formó sobre la
hierba. La escena parecía extraída de una película de los hermanos
Marx. Recuerdo que Antonio Morral, un estudiante leridano que hablaba
graciosamente con la <i>e</i>,
chilló: «Refugiémonos en el Ilerdense, mi colegio mayor». Antonio era
un chaval alto, hablador y divertido, que también había colgado poemas
y era amigo de José Solé.<br>
Tras un breve respiro, nos enteramos de que algunos estudiantes de
arquitectura habían lanzado a través de las ventanas de su bar —en la
última planta de un edificio de diez— mesas y sillas contra los jeeps
de los grises aparcados en la Diagonal. Otros se habían trasladado,
sorteando el ruido infernal de las sirenas, a los barracones que
ocupaba la Facultad de Letras y a la de Económicas, las más próximas,
en busca de ayuda. <br>
A las doce del mediodía, estudiantes de todas las facultades de
Pedralbes cortamos el tráfico y transformamos la Diagonal en un
impresionante campo de batalla. Logramos derribar varios caballos de
los grises con hondas y otros artilugios. La mayoría, entre carreras,
sentimos gran exaltación al ver rodar a los jinetes de la policía por
los suelos, lástima que se levantaran tan rápido y sin contusiones
aparentes. Llegaron las tanquetas con más todoterrenos de refuerzo.
Unos mil estudiantes nos cobijamos en Ingenieros. El director de la
escuela, Gabriel Ferraté, se plantó en la puerta con valentía para
impedir que entrasen los grises. Uno de ellos le atizó un porrazo que
lo tumbó. El director se levantó sin inmutarse y dijo: «En esta Escuela
mando yo y ustedes no van a entrar aquí».<br>
De pronto, empezaron a caer pupitres por las ventanas y los grises
corrieron en estampida entre aplausos que salían de todas partes. Un
pelotón de estudiantes atravesó la sala donde estaba el reactor nuclear
para prácticas y se escabulló por la puerta de atrás de la escuela que
daba a la barriada de las Corts. En las calles de este barrio jugaron
al gato y al ratón hasta cazar a un gris despistado. Entre varios lo
desarmaron y se quedó desnudo en un rincón de la calle como un pollo
desplumado. Durante algún tiempo el uniforme estuvo expuesto en una de
las plantas de Ingenieros como si se tratara de una obra de arte
conceptual cedida por el Instituto Alemán.<br>
Más arriba de la Diagonal, los grises iban como locos de un lado a otro
sin conseguir disolver a grupo alguno. La policía, enfurecida, destrozó
el bar de Económicas. Los futuros economistas escaparon saltando desde
la terraza del bar entre un buen lote de golpes de porra. En este
barullo, Francesc Baltasar, un estudiante de filosofía que llegaría a
ser alcalde de Sant Feliu de Llobregat, abrió la cabeza a un policía
con un ladrillo. Y Miró, el técnico en cócteles, lanzó uno de garrafa
contra una escultura que en la acera de enfrente representaba a los
Caídos por Dios y por España. <br>
Por fin la Diagonal era nuestra y éramos miles los que estábamos
dispuestos a acabar con el franquismo. Yo corría de un lado a otro con
Marga, Rita, José, Antonio, Alfredo, Tomás, Toni… En el mejor momento,
alguien pasó la consigna: «A las dos en la Plaza Universidad». «¿Por
qué cambiamos de lugar?» «¿Por qué nos dispersan cuando estamos ganando
la batalla?» Corrillos y murmullos. Un grupo grande de estudiantes de
mi facultad, enrabietados, decidimos acercarnos hasta la calle Pelayo
en autobús. Otros, abatidos y malhumorados, marcharon para casa. <br>
«Las sirenas me excitan más que los <i>Playboy</i> que me venden en un
quiosco de las Ramblas», gritó un tipo con un <i>loden</i>
verde que llevaba un pedrusco de una obra cercana en la mano. Y la
lanzó contra un furgón policial. El tipo acabó detenido. Ni los botes
de humo ni los gases lacrimógenos ni los arrestos consiguieron
amedrentarnos; aquel día se impuso la valentía. Mojábamos nuestras
bufandas con el agua de las fuentes de la calle y nos las enroscábamos
en la cabeza para cubrirnos la boca como en el Mayo francés. Había que
evitar el ahogo de los gases lacrimógenos.<br>
«¡Cuerpos represivos, disolución!», gritaban unos. «¡Policía asesina!»,
chillaban otros. «¡Al bote, al bote, fascista el que no bote!»,
coreábamos muchos. Y salíamos zumbando, para que no nos cazaran, hasta
los almacenes El Águila o cualquier comercio de la calle Pelayo y, tras
jalearnos unos a otros, volvíamos a la carga. ¡Cuántas palizas
recibimos! Las chicas de Derecho que vivían en el bar también se
sumaron a un fervor revolucionario en el que sólo faltó que lanzaran
adoquines a los capós de los autos policiales. <br>
Aquel día pensé que la situación universitaria había llegado al límite
y que si se extendía a los obreros del Baix Llobregat, los días del
franquismo estaban contados. «¡A por ellos!», vociferó el primer
activista libertario que vi en mis años de universidad. <br>
Recogí del suelo una de sus octavillas llena de viñetas. Llevaba las
siglas GAC-MIL (Movimiento Ibérico de Liberación). Empezaba con estas
preguntas: «¿Es que el socialismo ha de naufragar en el estatismo? ¿Es
que puede concebirse un régimen poscapitalista que no sea el
socialismo? La respuesta está en la práctica». <br>
Los del MIL defendían la agitación armada y reivindicaban la
expropiación del dinero que la burguesía robaba desde la revolución
industrial. «La dictadura no es más que una de las formas que toma el
capital», sostenía el panfleto que abogaba por la destrucción del
Estado, de las ideas estalinistas y de los partidos burgueses. Entonces
no podía ni siquiera en sueños imaginar que el redactor de aquel
panfleto, Santi Soler Amigó, sería unos de los mejores colaboradores
que he tenido en mi vida.<br>
Así averigüé quiénes eran los que, semana sí y otra también, estaban
desplumando bancos y cajas de ahorro para llenar las arcas de
resistencia de las luchas obreras. Me llamaron la atención las críticas
que el folleto vertía al partido de la «futura élite del poder»,
Bandera Roja. «Con sólo 240 militantes, el comisario político de
Bandera controla férreamente, a través de <i>Sectores</i>, una parte
de Comisiones Obreras, e impide el acceso a todo militante o
simpatizante que no sea obediente con la organización.»<br>
«A una estudiante le han abierto la cabeza», chilló un colega de
Empresariales. Y otro gritó: «En Madrid han matado a un estudiante.
Movilización total contra la dictadura fascista. Disolución de cuerpos
represivos. Gobierno del pueblo y para el pueblo».<br>
Un jeep de la policía quiso embestirnos a toda leche con la puerta
completamente abierta. En el último segundo dimos un gran brinco y no
nos arrolló por los pelos.</span></font></font><br>
</p>
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